LA MATANZA DE NETANYAHU
Todos conocemos, gracias a los evangelios, el episodio de la Matanza de los Inocentes: aquel trágico momento en tiempos del rey Herodes, cuando ordenó asesinar a todos los niños recién nacidos con el fin de eliminar cualquier amenaza a su trono, temiendo que entre ellos se encontrara el futuro rey de Israel.
Hoy, como entonces, el gobierno de Netanyahu parece empeñado en borrar del mapa a los niños palestinos, como si su existencia pusiera en peligro la continuidad del ese pueblo. Los mata sin distinción, ya sea por balas, misiles o hambre, en una estrategia que muchos perciben como una forma brutal de negarles el futuro.
Las hambrunas provocadas por malas cosechas o por guerras que arrasan los campos y cortan los suministros han sido parte de la historia de todos los pueblos. Pero que un gobierno, teniendo alimentos suficientes para alimentar a toda la población, decida bloquear su distribución, obstaculizar su llegada o permitir que se pudran en almacenes y camiones, es algo que trasciende la tragedia: es una forma deliberada de crueldad que no tiene precedentes.
Las consecuencias de todo lo anterior, además de evidenciar una profunda falta de humanidad, constituyen claros indicios de que en el territorio de Israel se han cometido —y se siguen cometiendo— crímenes de lesa humanidad. El pueblo que se autodenomina “pueblo de Dios” parece, según lo que muestran los hechos, ignorar tanto las normas divinas como las humanas. A lo largo de la historia, ha sido cuestionado por diversas civilizaciones, pero lejos de corregir su rumbo, persiste en imponer su voluntad sobre quienes intentan convivir a su lado.
El episodio que estamos presenciando en los últimos meses del conflicto palestino-israelí no tiene precedentes, ni por su duración ni por su intensidad. Sin embargo, hay dos factores que lo hacen especialmente alarmante: por un lado, la radicalización ultraderechista del gobierno israelí, que ha aprovechado el ataque violento de Hamás como pretexto para desencadenar una ofensiva militar sin límites; por otro, el respaldo de un presidente estadounidense igualmente radicalizado, cuya postura en el conflicto carece de coherencia y parece estar influida por sectores de poder económico —principalmente judíos ultrarricos— que han apoyado históricamente la política de anexión total del territorio palestino.
El poder del dinero y la radicalización política son los motores que están prolongando esta guerra más allá de cualquier límite tolerable, ignorando las recomendaciones de los organismos internacionales y despreciando los principios básicos del derecho humanitario. Pero en medio de esta tragedia, quienes más sufren las consecuencias son los niños.
No solo enfrentan la escasez de alimentos y medicinas que podrían aliviar sus dolencias más urgentes, sino que también cargan con heridas físicas y traumas psicológicos que marcarán su desarrollo y su futuro. Esta generación está siendo condenada a crecer entre el miedo, la pérdida y la destrucción, en un entorno que les niega incluso lo más elemental: la esperanza.
Quien crea que las guerras terminan cuando se apagan los cañones y cesan las balas está profundamente equivocado. En una población masacrada como la palestina, el resentimiento hacia sus agresores persistirá durante generaciones. Y, como ha ocurrido en el pasado, ese dolor puede volver a manifestarse en forma de resistencia armada, individual o colectiva, si no se construye una paz real basada en normas de convivencia claras, justas y respetadas por todas las partes.
El pueblo palestino ha sobrevivido desde los confines de la historia, y no desaparecerá por una guerra más o menos cruenta, ni por el empeño de un nuevo Herodes —hoy llamado Netanyahu— en borrar su huella del planeta. La memoria, la dignidad y el derecho a existir no se extinguen con bombas: se fortalecen en la resistencia y en la esperanza de un futuro distinto.
José Manuel Suárez Sandomingo