Educadores en silencio: El coste de no actuar
La muerte de Sara, con preaviso, nos enfrenta a uno de esos momentos en que los protocolos no han fallado, pero sí quienes debían activarlos.
Los responsables no son otros que sus tutores escolares, aquellos que día tras día observaban su comportamiento en clase, su miedo a ser molestada, increpada o vejada. Ellos, que tenían la responsabilidad de protegerla, eligieron no actuar. No por ignorancia, sino por temor a que su intervención generara un estigma en el centro educativo: el estigma de ser un colegio con conflictos, de estar en el punto de mira social, de ser considerado un entorno poco adecuado para la educación de los hijos.
Lo que no comprenden es que su inacción también los señala. Los muestra como profesionales poco preparados para enfrentar los problemas reales del alumnado. Como incapaces de enseñar a sus estudiantes algo tan esencial como distinguir entre una broma y el acoso. Se escudan en la idea de que la educación corresponde al hogar, que la escuela solo debe enseñar materias. Pero parece que nadie les ha recordado aquel proverbio africano que dice: “Para educar a un niño hace falta toda la tribu.”
Nadie nace sabiendo, y todos aprendemos de todos.
Por prejuicios, por miedo, por comodidad, muchos educadores eligen no intervenir. Y esa omisión puede llevar a que algunos jóvenes tomen decisiones trágicas, o al menos sientan que no tienen herramientas para vivir en una sociedad que los acosa. Porque no ven más allá de su entorno inmediato, donde son vejados cada día sin que nadie los defienda.
En España, todas las comunidades autónomas cuentan con protocolos contra el acoso y el ciberacoso. Existen canales de denuncia y asesoramiento como el Teléfono de la Infancia o el RUMI (Registro Unificado de Maltrato Infantil), con formatos específicos para que los educadores puedan reportar casos. También hay programas para formar al alumnado en cómo actuar ante situaciones de acoso.
Por eso, si todo esto no se aplica en un centro educativo, es fácil que la situación se descontrole y ocurran tragedias como la de Sara. Porque Sara no es un caso aislado: es la punta de un iceberg que solo se revela cuando se toma la decisión de ignorar al alumnado para proteger la reputación personal de quienes deberían velar por ellos. Y al final, lo que consiguen es ser señalados por todos.
La escuela debe ser un espacio vivo, donde se aborden todas las dimensiones del desarrollo humano. La educación no termina en el aula: continúa en el patio, en las excursiones, en los momentos de ocio. Por eso, el trabajo educativo es colectivo y va más allá de enseñar materias. Todos recordamos a esos buenos profesores que nos acompañaban con afecto y cercanía. El docente no es una figura estática frente a una pizarra, sino alguien con vida propia, capaz de influir profundamente en sus alumnos. Educar es formar personas, y eso requiere presencia, compromiso y humanidad.

José Manuel Suárez Sandomingo
Presidente de la Asociación de Pedagogos e Psicopedagogos de Galicia


