El reto de crecer sin tutelas
Recientemente, una universidad española restringió la participación de los padres en los procesos de reclamación académica de sus hijos bajo el principio de que, al ser mayores de edad, ellos deben asumir la responsabilidad de gestionar sus propias dificultades. Esta decisión, más allá de su dimensión administrativa, plantea una cuestión de fondo sobre el papel de la familia en el desarrollo de la autonomía de los niños y jóvenes.
Desde distintos ámbitos sociales se ha difundido la idea de que los jóvenes de hoy muestran una capacidad limitada para afrontar y resolver sus propios problemas, lo que ha llevado a etiquetarlos como emocionalmente frágiles o poco resilientes. Si bien esta percepción puede apoyarse en ciertos comportamientos visibles, también responde a una dinámica histórica recurrente: la tendencia de las generaciones adultas a subestimar a las nuevas.
La crítica intergeneracional no es un fenómeno reciente. En todas las épocas, cada generación ha tendido a considerar a la siguiente como menos preparada, menos comprometida o menos capaz, sin atender suficientemente a los factores culturales y contextuales que moldean sus experiencias. Esta visión simplificada ignora las transformaciones socioeconómicas y tecnológicas que inciden directamente en los modos de ser, pensar y actuar de la juventud, y que exigen nuevas formas de adaptación.
No obstante, es pertinente reconocer que parte de esa dificultad en la resolución de conflictos puede estar vinculada a modelos de crianza excesivamente protectores. En las últimas décadas, ha proliferado el fenómeno de los llamados “padres helicóptero”: progenitores que, movidos por su deseo de evitarles sufrimientos a sus hijos, intervienen de forma constante en sus vidas, anticipándose a sus problemas y ofreciéndoles las soluciones antes de que estos puedan siquiera afrontarlos. Esta actitud, aunque bienintencionada, limita el desarrollo de competencias tan esenciales como la toma de decisiones, la tolerancia a la frustración y la resiliencia.
La sobreprotección, lejos de fortalecer, debilita a la persona. Al impedir que los jóvenes experimenten el error y aprendan de él. La experiencia, entendida como el proceso de ensayo, error y corrección, es un componente fundamental en la construcción de la madurez. Quien no se equivoca, no aprende; y quien no aprende, difícilmente puede crecer.
En este contexto, la medida adoptada por la universidad no debe interpretarse como un rechazo institucional a los padres, sino como una apuesta por la formación integral de los hijos. Al limitar la intervención parental, se fomenta la autonomía del hijo, se refuerza su autoestima y se promueve una cultura de responsabilidad personal. En definitiva, se trata de preparar a los jóvenes no solo para aprobar exámenes, sino para afrontar los desafíos de la vida adulta.
La vida, como espacio de aprendizaje, exige a cada individuo su toma de conciencia de sus capacidades y la responsabilidad sobre sus errores. Las instituciones educativas, como agentes formadores, tienen el deber de facilitar ese tránsito, no solo desde el conocimiento, sino también desde la experiencia. Y en ese camino, el papel de los padres debe ser el de acompañantes, no el de sustitutos.

José Manuel Suárez Sandomingo
Presidente de la Asociación Profesional de Pedagogos y Psicopedagogos de Galicia


