¿Aprueba el niño o aprobamos nosotros?
Es junio un mes maldito en la tradición escolar. Antes, porque era cuando nos jugábamos el verano, con sus tardes de canícula impía. La calor no nos daba tregua, pero si no tenías que estudiar, bendito fuese aquel sol abrasador.
Si había pueblo, bien; si había Torrevieja, mejor; pero lo que sin duda era lo más eran aquellos veranos interminables con tres meses sin cole, sin deberes, sin madrugar. En cambio, si la cosa había salido ‘regulera’ y tenías que revolcarte en el chapapote de septiembre, cada día sentías los ojos de tu madre en la nuca. Menuda penitencia la tuya y, desde luego (ahora lo entiendo), vaya cruz la suya.
Por eso junio era tremendo, un mes decisivo donde uno se jugaba andar tirado a la bartola todas las vacaciones o no. Ahora para la mayoría de la muchachada ya no existe el temido septiembre y las repescas de los cates tocan también ahora. Más que nunca, este mes es crítico.
En aquellos días lejanos, recuerdo pedirle a mi madre que me despertase temprano para estudiar si se me cruzaba alguna asignatura correosa. O que me trajese un café solo para mantenerme insomne ante mis apuntes de Filosofía. Poco más. Ella, realmente, nunca supo bien en qué andaba, salvo que los libros de Santillana estaban por la mesa y, luego, ya en el ‘insti’, trajinaba con los míticos diccionarios de griego y latín. Yo aprobaba (unas veces mejor y otras, ejem) y eso era lo que ella sabía. De nuevo, poco más.
Cómo ha cambiado el cuento, señores.
Conozco gente (lo digo por una amiga) que en este mes dichoso no levanta la cabeza de entre los papeles y tiene anotados los exámenes de sus criaturas en el Google Calendar. Les pasa que si tú les llamas para tomar el vermú, declinan. Si convidas a tomar el té, declinan. Y si les invitas a una Comunión, declinan también. El motivo es siempre el mismo: “Es que tenemos exámenes”. ¿”Tenemos”? Nunca se trata de nada propio, claro, sino que andan con los libros de sus hijos entre manos. Por eso están puestísimos en los quebrados, en el Trienio Liberal, en la fotosíntesis -con su clorofila y con su todo-, en los ‘phrasal verbs’… Un tostazo, vamos.
Esos padres, casi siempre, son los mismos que cuando el niño tiene que llevar un proyecto de Ciencias, esto es, el clásico diplodocus en papel maché o una cordillera con hueveras de cartón, se curra unas pretecnologías dignas de las Fallas valencianas. Ese día, esos sujetos no aparcan en doble fila ni tienen reuniones en el trabajo. Ese día, no llevan prisa. Ese día, caminan lentamente hacia la puerta del cole, con su obra en la mano bien visible. Están ufanos, satisfechos, sabedores de que ganan por goleada. Al mismo tiempo, claro, los demás hijos (o sea, nosotros) aterrizan con artefactos infumables, cuyo parecido con un dinosaurio o con un accidente geográfico es pura casualidad. Qué bochorno…
Cuando este mes avanza y se separa el grano de la paja, esos padres, los del Google Calendar, respiran aliviados si todo sale bien. Dicen: “Hemos aprobado todo, hasta Biología, con lo mal que se nos da” o “tenemos que apretar con el ‘speaking’ para el próximo curso”. Cosas así.
El aprieto cósmico llega cuando las ‘Mates’ se ponen bravas y ya no les alcanza el recuerdo de sus años mozos. O cuando sale en el libro, para espanto suyo, lo de la lógica proposicional. O la formulación química. A ellos, no obstante, nada les para y si hay que suscribirse al canal de Youtube de un ‘profe’, se suscribe uno. Y si hay que buscar unas clases particulares para padre e hijo, se buscan. Faltaba más.
Todo para poder decir aquello de: “¡Qué bien, pasamos limpios!”.